miércoles, 20 de junio de 2007

Marcelo Universal

Es sábado por la tarde, la peatonal paranaense está abarrotada de gente, como siempre sucede ese día del fin de semana en la principal arteria comercial de una capital de provincia. Camino y la sensación de que algo falta se hace presente, ese algo que cuando está casi no lo notamos, pero cuando no aparece, esa ausencia se hace por demás evidente.
Me refiero a Marcelo Universal, aquél personaje que todas las tardes se acomodaba en una esquina de la peatonal y, vistiendo la casaca roja del Manchester United, levantaba y bajaba los brazos como si estuviera ordenando el tránsito.
Desde mi adolescencia hasta hace pocos años atrás, Marcelo Universal ocupó el centro de todas las miradas en el centro de mi ciudad y sólo por el hecho de que la gente decía que estaba loco.
Y esa era la verdad, Marcelo Universal estaba chapita (al decir de Marcelo Araujo). Nunca se supo cuál era su verdadero nombre, nunca habló con nadie, él sólo se limitaba a pararse en una esquina para subir y bajar los brazos, nada más que eso.
Muchas conjeturas se han hecho sobre el origen de la locura de Marcelo Universal. La más trillada de ellas es la que sostiene gente que dice haberlo conocido, que en sus primeros años era una persona normal, aplicada y con buen futuro, pero que un día se metió en una secta y se le metieron cosas raras en la cabeza.
Otras de las opiniones dicen que pasaba sus días estudiando y un día se pasó de mambo con los libros hasta quedar loco. Algunos osan agregar a esta conjetura el dato de que Marcelo estudiaba psicología, otros Comunicación y así podríamos seguir infinitamente con el listado.
Los animales políticos dudaban de su locura. Los oficialistas señalaban, de buena fuente (siempre los militantes políticos dicen tener información de buena fuente), que Marcelo era un militante de la oposición para desestabilizar el tránsito y generar caos en el centro de la ciudad, con el fin de encontrar argumentos para atacar a la gestión municipal.
En cambio, los opositores (también con información de buena fuente) decían que Marcelo estaba allí haciéndose el loco, con el propósito de vigilar el accionar de los famosos zorros en cada esquina. Acusaban al municipio de persecución a los trabajadores.
Yo en realidad creo que Marcelo sí estaba loco, porque de ninguna otra forma se puede explicar que, religiosamente, una persona se pare todas las tardes para levantar los brazos en la peatonal. No voy a hacer conjeturas sobre el origen de su enfermedad, sólo me limitaré a decir que aquél loco se erigió en un monumento vivo de la ciudad, en un recuerdo permanente que ya forma parte del paisaje paranaense.
Caminando por la peatonal no lo volví a ver y por un momento, el vacío se hizo evidente; para luego seguir —al decir de Jaime Roos— como todo, como siempre en la ciudad.

Contador de cuentos

No se si es costumbre de los entrerrianos o solo de mi familia, pero la mentira se ha tornado ya en algo carnal.
Asistir a una reunión familiar y esquivar la mentira es tan absurdo como intentar bañarse y no mojarse el pelo, siempre, por mas que uno no lo quiera, el pelo de tal o de cual manera termina humedeciéndose en algún punto, aunque mas no sea por el efecto de la transpiración de la bolsita de nylon.
En la familia de mi vieja, por el camino del medio desde Aldea San Miguel para el lado de Don Cristóbal, los domingos nos juntamos a contar historias.
Este fin de semana pude observar y por primera vez en los veintiséis años que tengo, percatarme, que en la familia Portillo no nos juntamos a comer asado, ni a vernos la cara y preguntarnos que tal estamos, no nos reunimos en el campo para disfrutar de la naturaleza, ni nos encontramos para homenajear a alguien, salvo que este alguien sea la escurridiza mentira, porque de última es esta la única beneficiada en esta gran parafernalia de los domingos en el campo, en que decididamente nos hacemos presentes con la simple necesidad de contar historias.
Vamos llegando desde temprano y con pocos saludos cada uno empieza a alimentar el contador de cuentos que tiene dentro. Algunos son chistes, comentarios sobre fierros y cosechas mal paridas, embarazos incipientes y la mesa se empieza a endulzar con las historias mas picantes, las mas graciosas y las mas resueltas.
Ninguno de ellos sabe, que es, cada uno a su manera, un contador de cuentos profesional, a pesar de ser reconocidos en toda la zona por sus historias, pero nunca nadie les hizo ver este punto.
En la sobremesa abundan historias de chacotas que hacían en los carnavales de la zona, de los bailes en que se sacaban a bailar las mujeres a cabezasos y las madres acompañaban a las hijas a los eventos, de cuando le robaron la rueda del carro a Curuzú, de por que el Jesús comía tanta mandarina y ahora ofrece las que están en la tapera de los Barzola, la historia de Don Portillo, mi abuelo, que se limpiaba el culo con un marlo de choclo y cuando ya no le quedaban mas líneas blancas al marlo, lo golpeaba contra el piso, para descascarlo y lo usaba de nuevo para luego guardarlo entre la pared y el techo del escusado.
Está la historia de Cartuchin el perro que cazaba comadrejas por obligación, hasta que un día quedó atrapado en una cueva y dos semanas después apareció flaco y hecho una bola de barro. La historia de Pepe que comía polenta y se secaba la frente con el mismo pañuelo con que se limpiaba la boca y le quedaba toda la frente amarilla.
En fin, abundan las historias, los cuentos, las mentiras, y me pregunto cada domingo como el pasado, si será propiedad de los cristianos que nacimos en la vendita tierra entrerriana esta cosa de querer contar cosas a toda costa o será tan solo una degeneración familiar.